Artículos publicados por Mariano José de Larra, con el seudónimo "Fígaro", en la Revista Mensajero, n.º 82, 22 de mayo de 1835 y n.º 91, 30 de mayo de 1835.
Las antigüedades de Mérida
Primer Artículo
Hace mucho tiempo creo haber dado cuenta a mis lectores de cierta
inconstancia y versatilidad, bases de mi carácter, el cual
podría muy bien venir a ser el de no tener ninguno: yo no
sé si hace demasiada falta el carácter para vivir; pero
en caso de duda bien se podrían encontrar no lejos de nosotros
multitud de ejemplares de gentes que, no teniendo ninguno conocido,
no sólo aciertan a vivir, sino que están sanas y gordas,
y aun cómodamente establecidas.
Ahora bien, aquella comezón singular, aquel mi prurito de
mudar de casa, que puse en conocimiento del público en uno de
mis artículos, titulado «Las casas nuevas», cuyo
título recuerdo porque no estoy muy seguro de que se acuerde todo el mundo
de mis artículos tan bien como yo, debía llegar a ser con
el tiempo, según ya entonces se anunciaba, síntoma de
más grave importancia. Afición naciente entonces,
creíala contentar yo siempre, inocente de mí, con pasar
de un barrio de Madrid a otro, de una calle a su vecina, de un piso
al que encima o debajo tenía. Pero sucedió con ella lo
que con toda afición mal reprimida; de idea pasajera pasó
a idea fija, y no cortado el mal en su principio, debía llegar
a ser una pasión devoradora de mudar de sitio; pasión que
indudablemente me hubiera llevado al sepulcro, como todas las
pasiones vehementes, a no verse satisfecha.
Felizmente el mundo es grande, mucho más grande que yo, y es
de esperar por mi fortuna que sea todavía más grande que
mi pasión de amovilidad. ¿Qué hago yo en Madrid
-exclamé una mañana, después de haberle rodado en
todas direcciones-, en este Madrid, tan limitado como todas
nuestras cosas, en el cual no puede uno echarse a la calle un día con
ánimo de andar sin encontrarse a los cuatro pasos con la
puerta de Atocha o la de Alcalá, con el campo de los Moros o
la Pradera de los Guardias? ¿En este Madrid, que sólo se
puede comparar en eso con nuestra libertad, dentro de la cual no
puede uno aventurarse a moverse sin tropezar con una traba?
¿Qué hago en Madrid?, me dije. Primero es preciso saber
si hay alguien que haga algo en Madrid. Todo es chico en Madrid: no
quepo en el teatro; no quepo en el café; no quepo en los
empleos; todo está lleno; todo obstruido, refugiado,
escondido, empotrado en un rincón de la Revista
Española... J’étouffe. ¡Fuera, pues, de
Madrid!
No
bien lo había dicho, un mozo llevaba ya debajo del brazo el
equipaje de Fígaro, más ligero que unas poesías
fugitivas. Un lente para observar a los hombres, recado de escribir
para bosquejarlos, y mi buen o mal humor para reírme de los
más de ellos. Omnia mea mecum porto.
El
carruaje marchaba lentamente; sin embargo, no era carruaje del
Gobierno, y tardé en perder de vista el delicioso empedrado,
las desiguales cúpulas de los numerosos conventos, que,
semejantes al espectro descrito por Virgilio, hunden su planta en
los abismos y esconden su cabeza en las nubes, ocupándolo
todo. De cuando en cuando volvía la
cabeza a mirar atrás, no como Héctor hacia su
Andrómaca, sino que me parecía oír todavía
fuera de puertas el ruido de los abogados y poetas del café
del Príncipe; resonaba en mis oídos la canturia
monótona de nuestros actores cómicos; oía las silbas
dadas a nuestros ingenios clásicos y románticos;
perseguíame la deuda interior como un remordimiento; sin
embargo, yo no la había arreglado; las reformas eran las
únicas que no me perseguían: ellas debían de ser sin
duda las perseguidas.
El
ruido se iba por fin apagando, y Castilla entre tanto desarrollaba
a mi vista el árido mapa de su desierto arenal, como una
infeliz mendiga despliega a los ojos del pasajero su falda
raída y agujereada en ademán de pedirle con qué
cubrir sus macilentas y desnudas carnes. Un gemido sordo, pero
prolongado, había sustituido al ruidoso murmullo de la ciudad
populosa: era la Contribución que resonaba por el yermo.
«Felicidad», decía el segundo con acento
irónico, para el que sabía oírle;
«miseria», decía el primero con acento de verdad y
de desesperación.
No
eran ciertamente los pueblos los que podían estorbarme en el
camino; viajando por España se cree uno a
cada momento la paloma de Noé, que sale a ver si está
habitable el país; y el carruaje vaga solo, como el arca, en
la inmensa extensión del más desnudo horizonte. Ni
habitaciones, ni pueblos. ¿Dónde está la
España?
Tres días rodamos por el vacío; hacia el fin del cuarto
una explanada sin límites se desenvolvió a mis ojos, y se
dibujaban en el fondo pálido de un cielo nebuloso los confusos
y altísimos vestigios de una magnífica población.
¿Hay hombres por fin allí?, me pregunté. No; los ha
habido. Eran las ruinas de la antigua Emerita Augusta.
La
humilde Mérida, semejante a las aves nocturnas, hace su
habitación en las altas ruinas. Es un hijo raquítico que
apenas alienta, cobijado por la rica faldamenta de una matrona
decrépita. Es un niño dormido en brazos de un
gigante.
Mérida es indudablemente una de las poblaciones, mejor
diremos, uno de los recuerdos más antiguos de nuestra
España. Sus fundadores eligieron un terreno fértil, un clima productor y un
río cuyas aguas, pérfidamente mansas como la sonrisa de
una mujer, debían regar una campiña deleitosa.
Convencidos de las ventajas de su posición, los dominadores
del mundo la llevaron al más alto grado de esplendor, y es
fama conservada por los más de nuestros autores que ha tenido
un millón de habitantes. Erigida en colonia romana, y
gozando de todos los fueros e inmunidades de tal, fue la segunda
ciudad del Imperio y el sitio del descanso a que aspiraban altos
funcionarios y guerreros cansados del aplauso de la victoria.
La
caída del Imperio, las irrupciones de los vándalos y de
los godos, la dominación de árabes, han pasado como un
trillo sobre la frente de Mérida, y no han sido bastantes a
allanar y nivelar su suelo, incrustado de colosales bellezas
romanas. Las habitaciones han desaparecido carcomidas por el
tiempo; pero las altas ruinas al desplomarse han desigualado la
llanura, y han formado, reducidas a polvo, un segundo suelo
artificial y enteramente humano sobre el suelo primitivo de la
naturaleza. Se puede asegurar que no hay una piedra en Mérida
que no haya formado parte de una habitación romana; nada más común que ver
en una pared de una choza del siglo XIX un fragmento de mármol
o de piedra, labrado, de un palacio del siglo I. Zaguanes hemos
visto empedrados con lápidas y losas sepulcrales, y un
labrador, creyendo pisar la tierra, huella todos los días con
su rústica suela el «aquí yace» de un
procónsul, o la advocación de un dios. Trozos de jaspe de
un trabajo verdaderamente romano no tienen aquí otro museo que
una cuadra, y sirven de pesebre al bruto que acaban de desuncir del
arado. Diariamente el azadón de un extremeño tropieza en
su camino con los manes de un héroe, y es común allí
el hallazgo de una urna cineraria, o de un tesoro numismático,
coetáneo de los emperadores. Lo que es más asombroso,
gran número de cosecheros se sirven aún en sus bodegas de
las mismas tinajas romanas, que se conservan empotradas en sus
suelos, y cuyo barro duradero, impuesto de tres capas diferentes
superpuestas y admirablemente unidas, parece desafiar todavía
el tiempo por más siglos de los que lleva vividos. Las vasijas
mismas que se construyen en el país tienen una forma elegante,
y participan de un carácter respetable de antigüedad que
difícilmente puede ocultarse a la perspicacia de un
arqueólogo.
Una
vez en Mérida, y rodeado de ruinas, la imaginación cree percibir el ruido de la gran
ciudad, el son confuso de las armas, el «hervir vividor»
de la inmensa población romana. ¡Error! Un silencio
sepulcral y respetuoso no es interrumpido siquiera por el
«aquí fue» del hombre reflexivo y meditador.
Segundo artículo
Mi
primer cuidado en Mérida fue hacerme con un cicerone;
pero no ofreciéndome alicientes la entrevista con ningún
literato del país, ni queriendo que me contase ningún
pedante lo que acaso sabría yo mejor que él, después
de haber buscado inútilmente en aquel museo del tiempo alguna
historia de las antigüedades o de la misma ciudad, sólo
traté de sorprender la tradición popular en su curso, y
atúveme a un extremeño que se me presentó como el
hombre más instruido del común del pueblo acerca de las
bellezas de Mérida, y que haría por tanto oficio de
enseñarlas.
Mi
cicerone era una verdadera ruina, no tan bien conservada
como las romanas; sus piernas se plegaban en arco, como si el peso
de la cabeza hubiese sido por mucho tiempo oneroso a la base del
edificio; sus brazos pendían también como dos arcos
laterales cuyo pie hubiesen carcomido dos ramales de un río, que hubiesen lamido por
muchos años los costados del hombre. La cara hubiera dado
lugar a las más graves investigaciones de una academia:
semejante a una moneda largo tiempo enterrada, y tomada a trechos
del orín y de la tierra, sus facciones estaban medio borradas,
y ora parecían letras en estilo lapidario, ora vistas a otra
luz semejaban algo un rostro humano maltratado por la intemperie o
la incuria de sus guardianes. La fecha no se conocía, y aquel
fragmento podía ser de varias épocas. Su desigual
cabello, blandamente meneado por el viento, remedaba esa
hierbecilla que por entre cornisas y coronamiento de una torre
antigua hace nacer la humedad; sus dientes eran almenados, y la
posición inclinada del cuerpo todo, fuera al parecer del
centro de gravedad, le hacía parecer una pared que comienza a
cuartearse, cuyas grietas hubiesen sido la boca y los ojos, y me
trajo a la memoria la célebre torre de Pisa.
Tal
se me representó a mí al menos mi cicerone, tal me
pintaba mi imaginación cuanto en Mérida veía.
-¿De qué año es usted, buen hombre? -no pude menos
de preguntarle.
-Tres duros y medio, señor -me contestó, en estilo
monetario, queriéndome decir que tenía tantos años
como reales aquellas medallas.
-¡Pardiez!, no le hubiera creído tan del día.
¿Y usted es el que suele enseñar a los viajeros las otras
ruinas de esta ciudad?
-Sí, señor... estoy algo enterado...
-¿Y vienen muchos viajeros?...
-Extranjeros, sí, señor. Ingleses sobre todo, y se han
solido llevar algunas cosas. Pintan ahí, y dibujan, y
escriben, y qué sé yo... nos muelen a preguntas...
parecen locos los ingleses. Pero españoles, señor, pocos;
los más pasan sin preguntar; como no vengan de estancia al
pueblo...
-Mérida ha sido gran ciudad -interrumpí al hombre de la
tradición, poniéndonos en camino para recorrer las
antigüedades, y siguiendo yo a la que me servía de
guía.
-¡Oh! Sí, señor. La historia dice que tenía
ochenta puertas, y que cada puerta estaba guardada por
cuatrocientos soldados de a pie y ciento de caballería;
tenía cuatro palacios magníficos en los cuatro
ángulos, que eran de cuatro príncipes muy ricos.
-¿Y estas ruinas son muy antiguas?
-¡Vaya!
-¿De los romanos todas?
-¡Qué! Más antiguas, señor, mucho más; de
los moros, y de los godos, y de los... qué sé yo de
cuánta casta de gentes... mucho antes que los romanos.
-¡Hola! Perfectamente.
En
esto llegábamos al puente, verdadera obra romana; colocado
sobre uno de los puntos en que presenta el río mayor latitud,
más de sesenta ojos espaciosos le dan una longitud que se
pierde de vista; él solo es una historia de las dominaciones
que han pasado por nuestro suelo; sólo las dos cabezas, en una
extensión regular, se conservan puras e intactas; remendado lo
demás a trechos, ora por los godos, ora por los árabes,
la distinta forma de los espolones, el color de la piedra y su
diversa labor revelan las fechas de las composturas; la más
moderna es la mayor, y se hizo a costa de los tributos rendidos por
los pueblos de cincuenta leguas a la redonda. Nuestras pobres
piedras, unidas con hierros y argamasa, declaran toda la debilidad
de nuestros medios, al lado de los pedruscos romanos, cuya
única trabazón consiste en su colocación, y que
durarán todavía más que las nuestras.
Perdíase mi fantasía en la investigación de los
tiempos; romano ya enteramente, figurábaseme ver el dios
tutelar del río, que, levantando la espalda colosal,
repelía indignado la mísera traba que la moderna
arquitectura osaba enlazar a la antigua sobre sus ondas, cuando la
voz de mi cicerone, semejante a un aire colado, me sacó
de mi estupor, y volviéndome hacia un nicho de ladrillo
levantado sobre el trozo más romano del puente, en el cual se
divisaba una pequeña e informe efigie de yeso, me dijo:
-Este, señor, es San Antonio.
-¡Muy poderosa es una religión -exclamé, cayendo de
más alto que la catarata del Niágara- que ha podido
colocar esa efigie de yeso sobre este puente romano! ¡El agua
se ha llevado los dioses; sus piedras han durado más que
ellos; y nuestro yeso dura más que ellos y sus piedras!
Dos
acueductos magníficos enriquecían de aguas a Mérida;
otro moderno parece elevado entre los antiguos como una parodia de
piedra, como una insolencia, como un insulto y una befa hecha al
poder caído; sin embargo, las ruinas son las triunfantes;
arcos colosales y gigantes asombran la vista; allí todo es
obra del hombre que ha hecho hasta la piedra; no son ya trozos
cortados de una cantería: el hombre ha cogido la tierra y el
guijo, lo ha amasado entre sus manos como harina y ha hecho una
mole indestructible, una argamasa compacta, a la cual el tiempo ha
dado la última mano, prestándole al mismo tiempo color, y
sobre la cual salta en pedazos el pico de hierro: el poder del hombre se estrella
en su propia obra.
Uno
de los dos acueductos romanos parecía no tener otro objeto que
formar un gran depósito de aguas destinado a una
naumaquia, gran diversión de un pueblo para quien era
sólo obra del deseo el crear un mar en medio de la tierra.
-Éste es -me dijo gravemente mi cicerone al llegar a la
naumaquia, casi terraplenada por el tiempo-, éste es el
baño de los moros.
-Gracias, buen hombre -le respondí lleno de agradecimiento-.
¿Y como cuántos moros cabrían en este baño? -le
pregunté.
-¡Huy! ¡Figúrese usted! -me dijo con aire de respeto
y voz solemne, como aterrado del número de los moros y de la
capacidad del baño.
El
trozo mejor conservado es el circo; las ruinas han desigualado el
terreno sin embargo, elevándolo sobre su antiguo nivel hasta
el punto de enterrar varias de las puertas que le daban entrada;
pero se distinguen todavía enteras muchas de las divisiones
destinadas a las fieras y a los reos y atletas; la gradería,
perfectamente buena a trechos, parece acabarse de desocupar, y cree
uno oír el crujido de las clámides y las togas barriendo los escalones.
-Ésta era -me dijo mi cicerone- la plaza de los toros;
por allí salía el toro -me añadió,
indicándome una puerta medio terraplenada- y por aquí
-concluyó en voz baja y misteriosa, enseñándome la
jaula de una fiera- entraban el viático cuando el toro
hería a alguno de muerte.
Una
ruidosa carcajada que no fui dueño de contener resonó por
el ancho y destrozado circo, y pasamos a ver el anfiteatro, peor
conservado, el hipódromo, apenas reconocible por la meta, y de
allí nos dirigimos hacia la vía romana, vulgo en
el país calzada romana; aquí es tradición que
debe de haber muchos sepulcros: se han hallado efectivamente
algunos. Sabida es la costumbre de los romanos de colocar los
sepulcros a orillas de los caminos, por la cual ellos solían
en sus epitafios dirigir la palabra a los pasajeros.
Nosotros, al heredar las frases hechas y las locuciones enteras de
su lenguaje, sin heredar sus costumbres, hemos tenido que hacer
metafóricas sus expresiones propias; así, cuando hablamos
de las cenizas de un muerto, que nosotros no quemamos,
y cuando en un epitafio apostrofamos a un viajero que no ha de ver
a orillas del camino nuestro sepulcro, cometemos según los
hablistas una belleza, llamada figura retórica, y según
mi entender una tontería, que pudiera llamarse decir una cosa
por otra.
A
la parte opuesta de Mérida suélense encontrar sepulcros
de niños, a juzgar por sus dimensiones.
El
arco de Trajano, colocado en el centro de la actual población,
está en buen estado, y lo que me asombró fue encontrar en
dos nichos laterales de su parte interior dos estatuas de
mármol blanco, de un trabajo acabado y del gusto griego
más puro; considerablemente maltratadas, en verdad, pero muy
capaces de lucir como dos trozos antiguos de primer orden; y digo
que esto me asombró por dos razones: primera, porque en Madrid
creo haber visto un museo de escultura extraordinariamente pobre;
segunda, porque la posteridad de los romanos se divierte en acabar
de desmoronar a pedradas la obra de algún Fidias del
Imperio.
A
un tiro de bala de Mérida existe una capilla dedicada a Santa
Olalla, patrona de la que fue colonia romana, llamada «el
hornillo de la Santa», por haber sido martirizada allí;
está construida con fragmentos de un templo de Marte; el
viajero no se cansa de admirar los relieves, los trozos de
columnas; aquel pequeño monumento se me representaba un hombre
de una estatura colosal, a quien el tiempo y los achaques hubiesen
encorvado y reducido a la altura de un enano. Dentro se ve o se
adivina la efigie de Santa Olalla, y en la portada de la ermita se
lee en letras gruesas la inscripción siguiente:
MARTI SACRUM
VETILLA PACULLI |
La
idea que este contraste presenta imagínela el lector; estas
letras parecen haber sido de bronce, pero habiendo saltado el
metal, sólo ha quedado el hueco de ellas, y éste hace el
mismo efecto que el cóncavo vacío de los ojos en una
calavera.
En
la ciudad hay otros restos de igual importancia; entre ellos es de
citar la casa del conde de los Corvos, construida de moderno
ladrillo y cal, entre los huecos que han dejado las magníficas
y desmesuradamente altas columnas de un templo de Diana, de pie
todavía y empotradas en ella; el conjunto presenta la diforme
idea de un vivo atado a un cadáver: aquella suma de dos
épocas tan encontradas forma un verdadero matrimonio, en que
los consortes parecen estar riñendo continuamente.
El
conventual es otra ruina, pero más moderna; colocado a
la cabeza del puente, ofrece el aspecto de un edificio grandioso, y
sus murallas siguen largo trecho la dirección del río;
parece haber sido una fortaleza gótica; posteriormente
perteneció a los templarios, y se arruinó en poder de los
caballeros de Santiago.
Sobre una alta columna romana, que se levanta en medio de una
plaza, domina una efigie de Santa Olalla mirando al Oriente. Al
llegar aquí y concluir nuestro paseo, se acercó a mí
mi cicerone y me dijo con notable fervor:
-Repare usted, señor; ésta es otra vez Santa Olalla; yo
no me acuerdo qué año hubo en Mérida una peste muy
mortífera; la Santa miraba entonces a Poniente;
hiciéronle grandes rogativas, y una mañana amaneció
vuelta al Oriente y cesó la peste; desde entonces mira a esa
parte, y ya no se teme la peste en Mérida.
Efectivamente, parece que desde entonces no ha vuelto ningún
azote de esa especie a afligir a la antigua colonia romana, si se
exceptúa el cólera, y ése, todo el mundo sabe que no
es peste, con lo cual queda en pie la tradición, y la santa
siempre vuelta.
No
concluiré este artículo, por largo que sea ya, sin hacer
mención del último descubrimiento que ha llamado la
atención de los meridenses, si se puede hablar así de
unos hombres que viven entre sus ruinas tan ignorantes de ellas
como los búhos y vencejos que en su compañía las
habitan.
Cavando un labrador su corral, encontró recientemente debajo
de su miserable casa el pavimento de una habitación,
indudablemente romana, hecho de un precioso mosaico, en el cual
asombra tanto la obra de la apariencia como el lujo que revela.
Piedrecitas iguales de media pulgada de diámetro, y de colores
hábilmente combinados, forman figuras simbólicas, cuya
inteligencia no es fácil; algunas tienen un carácter
egipcio, lo cual puede hacer sospechar si habrá pertenecido la
casa a algún sacerdote o arúspice; a la cabeza de la
pieza se descubre, pero no se descifra, una inscripción en
letras latinas y a los dos lados parece prolongarse el precioso
mosaico a otras habitaciones no descubiertas todavía.
Mosaico aparecido en Mérida. Fuente: Biclioteca Virtual Miguel de Cervantes
La
autoridad de Mérida parece haber dado parte convenientemente
al Gobierno, pero no habiéndose dispuesto nada todavía,
el dueño de la casa reclama que se le deje usar de su terreno
como mejor le convenga, o que se le compre; en el ínterin, no
habiendo fondos destinados a continuar esta importante
excavación, y habiendo quedado a la intemperie el pavimento
descubierto hasta la presente, el polvo, el agua llovediza y el
desmoronamiento de la tierra circunstante echan a perder
diariamente el peregrino hallazgo, lleno ya de
quebraduras y lagunas; sin embargo, bastaría una cantidad muy
pequeña para construir un cobertizo y comprar la choza, ya que
no fuese para continuar la excavación.
Mérida, la antigua Emerita-Augusta, posesora de tantos
tesoros numismáticos, olvidada de ellos y olvidada ella misma,
es en el día una población de cortísima importancia;
puéblanla apenas mil vecinos, y de su grandeza pasada
sólo le quedan suntuosas ruinas y orgullosos recuerdos.
Después de haber saludado a las unas con supersticioso
respeto, y de haber enlazado los otros con vanidad al nombre
español que llevo, proseguí mi viaje, lleno de aquella
impresión sublime y melancólica que deja en el ánimo
por largo espacio la contemplación filosófica de las
grandezas humanas, y de la nada de que salieron, para volver a
entrar en ella más tarde o más temprano.
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