El escritor estadounidense James A. Michener (1907-1997), autor de celebres obras literarias, como Cuentos del Pacífico Sur (Premio Pulitzer 1948), Sayonara o Centennial, y libros de viaje, escribió en 1968 la obra Iberia (publicada en España por Grijalbo), donde recogía sus
reflexiones sobre España y los españoles, destacando sus puntos de vista
inéditos e impregnados de originalidad. En esta entrada transcribimos
las descripciones que realizó acerca de Mérida, sin notas ni comentarios, para
que advirtáis directamente algunos errores y leyendas. Al final de la
entrada, os dejamos el enlace a un artículo sobre Extremadura en la
imaginación norteamericana.
James A. Michener
"Para ver la España romana de la mejor manera posible hay que visitar Mérida, a treinta y seis millas río Guadiana arriba desde Badajoz. La historia de Mérida no comienza hasta el 25 a. de J.C., cuando el emperador Augusto autorizó a los veteranos de sus legiones Quinta y Décima a retirarse del servicio activo y ocupar fincas en la zona, que, a partir de entonces, recibiría el nombre de Augusta Emerita (o sea, la Colonia Veterana de Augusto), de donde deriva la palabra Mérida. Se tendió un largo puente sobre el Guadiana, y Mérida se convirtió en el principal vínculo entre Hispalis (Sevilla), en el Sur, y Salmantica (Salamanca), en el Norte.
Roma levantó en España ciudades más grandes que Mérida, pero ésta fue aquella cuyos monumentos se han conservado mejor, y una visita a su museo equivale a hacer un viaje a la Roma antigua. Abundan los edificios importantes: un gran circo con capacidad para treinta mil espectadores, donde se celebraban carreras de carros, y que podía llenarse de agua para organizar combates navales; un anfiteatro bien conservado, con catorce mil asientos, donde los esclavos eran arrojados a las fieras; un acueducto de proporciones gigantescas, y numerosos arcos y monumentos conmemorativos. Hay tres cosas, sin embargo, que merecen especial atención. El teatro, que sabemos que fue construido en el segundo año de la existencia de la ciudad, tiene que haber sido un edificio de gran belleza; era un semicírculo perfecto, con cuatro sectores de asientos, separados entre sí y ascendentes. El proscenio abarcaba todo el diámetro del círculo y estaba rematado por cinco púlpitos dobles o foros, que descansaban sobre numerosas columnas de mármol blanco. Durante cosa de dieciséis siglos, este teatro yació, olvidado, entre escombros, que contribuyeron a conservarlo, de modo que cuando, en este siglo, se comenzó a excavar en serio la zona, la mayoría de las piedras y columnass aún existían, siendo el único problema levantarlas y ponerlas de nuevo en su sitio original. Hoy en día, el teatro es una obra maestra de la arquitectura imperial, y se puede uno sentar en su bello semicírculo e imaginar lo que debió de haber sido cuando se representaban en él las obras de Plauto y Terencio. O sube uno al foro central, donde las estatuas de los dioses decoran de nuevo el rostrum, e imaginar la vida de un actor romano en gira artística por las provincias. Este teatro es un tesoro nacional español está siendo usado de nuevo para espectáculos dramáticos.
El museo, radicado en una iglesia antigua, en el centro mismo de la ciudad; es más informativo, porque contiene una variada selección de obras de arte descubiertas en Mérida durante los dos últimos siglos. Sus cabezas macizas y sus estatuas de miembros bien moldeados son, probablemente, de lo mejor que se conserva de los tiempos romanos. Entre ellas, hay una sorprendente cabeza de Augusto, deificado, con los rizos marmóreos cubiertos por una misteriosa cogulla, pero, personalmente, preferí dos cabezas más pequeñas, cuya leyenda afirma que son su hijo y nieto adoptivo, Tiberio y Claudio. La estatua de aquél muestra a un joven carnoso, mofletudo, de cuello grueso y cabellera imperial, cortada casi al rape. El rostro es agraciado, pero la boca tiene labios finos y crueles, y si es realmente un retrato de Tiberio hay que confesar que ha captado el espíritu de aquel hombre tan complejo. Claudio, por el contrario, tiene el rostro estrecho y frágil, el cuello delgado y las orejas pequeñas. El cabello es más largo y más poético. El rostro de mármol ofrece una expresión pensativa que podría parecer vacía, y la boca es débil, como de tartamudo. También aquí ha sido captada en su esencia la personalidad de Claudio.
Pero la gloria de Mérida reside en el puente romano, de media milla de longitud, que consta de ochenta y grandes arcos. Cruza los dos brazos del Guadiana, y hoy en día circulan autobuses por la amplia calzada que hace dos mil años sostuvo las filas de legionarios en marcha, con sus vehículos. Es una construcción esplendida, y sus sólidos soportes, que resisten el embate de cualquier inundación, están perforados por un arco pequeño y estrecho que permite el paso del agua excesiva. Fue construido con granito, quizás antes del nacimiento de Jesucristo, y tiene otra cosa curiosa: que sus arcos están numerados, comenzando por el extremo de Mérida, conservándose datos sobre cada uno de ellos. Sabemos que los arcos del 11 al 16 fueron reconstruidos por un rey visigodo en el año 686. Los arcos 21 y 22 fueron volados, en 1811, por las fuerzas anglo-españolas con objeto de impedir que Napoleón usara el puente durante el sitio de Badajoz. Los arcos del 29 al 31 fueron echados abajo por la inundación de 1860, y los 32 y 33 se derrumbaron en 1877. El puente romano era tan importante para esta parte de España, que en los documentos extremeños se alude a él llamándole sencillamente "el puente". Es aún una estructura majestuosa.
Los arcos tienen desde hace mucho tiempo una doble utilidad, porque no solamente sostienen al puente, sino que además ofrecen a los gitanos la oportunidad de acampar a su abrigo cuando sus caravanas pasan por este camino. Yo solía cruzar el puente a pie y descender a los prados del otro extremo; allí, bajo los arcos, veía a las familias gitanas, con sus camastros al abrigo de los arcos, sus mesas cubiertas de comida picante, sus mujeres vestidas de vivos colores, y los hombres con ropa más sombría, pero todos ellos con sus varillas de bejuco o roten, insignia de su oficio: chalanes. Más allá del arco se veía el ganado, y supongo que esos campamentos habrían sido iguales durante los cinco siglos que llevan los gitanos en España. Son un elemento que España aún no ha digerido, fuera del control de la Iglesia y del Estado, por igual, Hasta hace unos pocos años ni siquiera se les incorporaba a las fuerzas armadas, y cuando los españoles discutían conmigo sobre la discriminación racial en los Estados Unidos y yo les respondía aduciendo el ejemplo de los gitanos en España, la respuesta era siempre la misma:
- ¿Los gitanos? Ésos son distintos.
Durante mis andanzas por Mérida solía alojarme en el "Parador Nacional", y como voy a sentir la tentación de describir muchos de estos paradores, que están distribuidos por toda la haz de España, lo mejor será describir éste con detalle y dejar en paz a los demás. El vocablo "parador" viene del verbo castellano parar. Un parador es, por lo tanto, un sitio donde el viajero para, una posada, y los que hay actualmente en España han sido aprestados por el Gobierno hace poco tiempo para hacer frente a la avalancha turística. Están situados en lugares a donde suelen ir los turistas, pero donde el capital privado no podía o no quería construir hoteles adecuados, y en opinión de los viajeros son la mejor red de posadas del mundo. Sus precios son inusitadamente bajos, cosa de dos tercios de lo que normalmente costaría un buen hotel en España, y el plan, al parecer consiste en que el Gobierno los administre solamente el tiempo necesario para probar su rentabilidad, vendiéndolos entonces a particulares. (...)
En Mérida, el parador está en el convento de los Frailes de Jesús, que se levanta en el corazón de la ciudad y data, aproximadamente, del año 1500. Las numerosas habitaciones, con aire acondicionado, se encuentran en distintos niveles, indicio de que el viejo convento fue siendo ampliado a medida que aumentaba el número de monjes que lo habitaban; y según va uno subiendo por la viejísima escalera de piedra, camino del cuarto, con su suelo de tableros debastados a mano, de dieciocho pulgadas de anchura, no hace falta tener demasiada fantasía para imaginarse en la España de hace cuatro siglos. Pero la principal belleza de este parador es el claustro del convento, usado ahora como una especie de salón. Sigue tal y como era en sus buenos tiempos: un cuadrado tranquilo y armonioso, acotado con columnas y arcos. Las columnas son muy antiguas, pero los capiteles que las rematan son algo que no se vuelve a ver por mucho que uno viaje, porque datan de los tiempos visigodos, el periodo durante el cual los invasores del norte de Europa barrieron España, expulsando a los romanos e instauraron el cristianismo como religión oficial del Estado. La parte central del claustro es ahora un jardín cubierto de flores y pequeños arbustos, con un pozo tan antiguo que nadie sabe a qué fechas se remonta.
(...) Me gustó, sobre todo, el parador de Mérida porque desde él podía ir a la basílica de Santa Eulalia, y me gustaría describir brevemente esta recia y vieja iglesia medieval, ya que tiene ciertos temas que saldrán más adelante en este libro. En el año 303 o 304 de nuestra era, cuando el cristianismo estaba tratando de restablecerse en España, un grupo de niños de Mérida fueron infectados por la nueva religión, que pasaba por infame y traidora a ojos de los sacerdotes del paganismo oficial romano; por ello se hicieron grandes esfuerzos para apartar a aquellos niños de Jesucristo, pero ellos, realmente inspirados por la nueva religión, rehusaron apostatar. Un día, cuando un alto funcionario estaba hablándoles con gran vehemencia, la muchachita Eulalia, que entonces tenía doce o trece años, se rebeló y le escupió en el ojo. Para escarmiento de los otros, Eulalia fue quemada viva. Su tumba pasa por estar en la zona misma en que se levanta actualmente la basílica, pero cuando va uno a Barcelona ciertos entusiastas de esa región dicen estar convencidos de que sus restos mortales fueron trasladados allá, donde también es venerada como patrona; sin embargo, los estudiosos de estas cosas creen que se trata de dos santas distintas, y que la de Barcelona es una versión lieraria de la de Mérida. Sera ello lo que fuere, lo cierto es que cada una de estas dos santas tiene su día propio: la de Mérida el 10 de diciembre, y la de Barcelona el 12 de febrero. Esta disputa ha sido objeto de mucha controversia, complicada por el hecho de que la ciudad de Oviedo asegura que la tumba de Eulalia fue trasladada a dicha ciudad en el año 783.
En la antigua pared de la iglesia, en enormes letras, el nombre de JOSÉ ANTONIO, y junto a la entrada principal hay un templo romano muy antiguo. Al entrar en la basílica tuve la buena suerte de tropezar con un sacerdote que ha dedicado toda su vida a Mérida, el padre Juan Fernández López. A los seis años, procedente de una aldehuela, fue al colegio de Mérida, luego al seminario de Badajoz, para volver a Mérida a ejercer el sacerdocio. Paracía no haber cumplido aún los treinta años; de rostro casi cuadrado y tez cetrina, rebosaba entusiasmo. Era un magnífico guía y si hablo aquí de él con tanto detalle es porque adondequiera que he ido por España siempre he dado con hombres como él, por azar o deliberadamente. Son eruditos tranquilos, entusiastas de su ciudad y siempre dispuestos a compartir lo que saben. No los mencionaré a todos ellos en el resto de este libro; que sea el padre Fernández, de la basílica de Santa Eulalia, su representante, porque son uno de los mejores adornos de España, país donde la cultura está muy extendida y donde el hombre culto es, en cierto modo, un monumento erigido a si mismo.
El padre Fernández tenía especial interés en hacerme ver dos cosas: dos viejas y gratas capillas que había a ambos lados del altar mayor, porque tenían toda la gracia antigua de línea y estructura que había echado yo de menos en la catedral de Badajoz, y el púlpito. En éste, el padre Fernández quería que me fijase especialmente en las escenas en bojorrelieve que representan a los santos Servando y Germano, porque quería contarme una historia sobre cómo estos dos muchachos, que, según él, eran oriundos de una aldea cercana, aunque, en realidad, proceden respectivamente de Sevilla y de Cádiz, habían alcanzado la santidad. No oí lo que estaba diciendo porque toda mi atención se había concentrado en la imagen de un santo compleetamente distinto que estaba tallado en el púlpito y que, como va aser, en cierto modo el leit motiv de este libro y el tema de su último capítulo, querría presentar ahora al lector, aprovechando su primera aparición en estas páginas.
Era Santiago (San Yago), el patrón de España. El bajorrelieve le presentaba como un hombre fornido y chaparro, con un gran bastón en la mano y una gruesa calabaza, tocando con un sombrero de ala ancha, adornado con conchas de coquina. Era peregrino, y a juzgar por esta primera de las estatuas de él que me iba a tocar ver, también esforzado viajero, siempre listo para hacer frente a cualquier cosa que le surgiese por el camino. Éste era el famoso Santiago. Me emocioné al verle, porque había desempeñado un papel muy importante en la formación de España.
Antes de abandonar Mérida fui a ver dos edificios cuya descripción es al mismo tiempo un resumen de su historia. El primero, una fortaleza fea y aparatosa, situada al extremo del puente romano, era una estructura cuadrada, mucho más larga que un campo de fútbol a ambos lados, construida en el año 835 por los moros, expulasados ya los visigodos y establecido el Islam como religión oficial de España. En 1230, los cristianos ocuparon de nuevo la ciudad, y la fortaleza pasó a manos de la Orden de Santiago, que la gobernó como feudo propio hasta el año 1500, en que se puso fin a este abuso.
El otro edificio es completamente distinto. En la cúspide de una pequeña colina, al sur de la ciudad, había una plaza de toros moderna, donde a veces se celebraban corridas durante el verano. Normalmente, me habría molestado en ir a ver un edificio moderno corriente, que puede verse casi igual en una docena de ciudades de provincia. Lo que era único en la plaza de toros de Mérida es que, por pura casualidad, estaba situada precisamente donde en tiempos romanos se situaba el Mithraeum, el misterioso y sombrío templo al dios persa Mitra, nacido en la roca, que había matado al toro divino de cuyo cuerpo surgieron todas las plantas y animales que vive el hombre. En cualquier ciudad militar romana, y en sus mejores tiempos Mérida albergaba hasta noventa mil legionarios, el Mithraeum era siempre el más importante, porque en sus cavernas subterráneas tenía lugar la taurobolia, un rito en el que los soldados hacían una colecta para comprar un toro virgen, y luego se juntaban bajo una reja sobre la que el animal era ritualmente muerto, de modo que la sangre caliente cayese sobre ellos, confiriéndoles la invencibilidad en el campo de batalla. ¡Cuántos toros habrán muerto en el Mithraeum de Mérida durante los años en que España era la reserva de soldados del Imperio! (...)"
Fotografias: www.todocoleccion.net
No hay comentarios:
Publicar un comentario