domingo, 16 de febrero de 2014

LAS ANTIGÜEDADES DE MÉRIDA, MARIANO JOSÉ DE LARRA

Fuente: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes


Artículos publicados por Mariano José de Larra, con el seudónimo "Fígaro", en la Revista Mensajero, n.º 82, 22 de mayo de 1835 y n.º 91, 30 de mayo de 1835.

Las antigüedades de Mérida


        Primer Artículo

 
Hace mucho tiempo creo haber dado cuenta a mis lectores de cierta inconstancia y versatilidad, bases de mi carácter, el cual podría muy bien venir a ser el de no tener ninguno: yo no sé si hace demasiada falta el carácter para vivir; pero en caso de duda bien se podrían encontrar no lejos de nosotros multitud de ejemplares de gentes que, no teniendo ninguno conocido, no sólo aciertan a vivir, sino que están sanas y gordas, y aun cómodamente establecidas.

Ahora bien, aquella comezón singular, aquel mi prurito de mudar de casa, que puse en conocimiento del público en uno de mis artículos, titulado «Las casas nuevas», cuyo título recuerdo porque no estoy muy seguro de que se acuerde todo el mundo de mis artículos tan bien como yo, debía llegar a ser con el tiempo, según ya entonces se anunciaba, síntoma de más grave importancia. Afición naciente entonces, creíala contentar yo siempre, inocente de mí, con pasar de un barrio de Madrid a otro, de una calle a su vecina, de un piso al que encima o debajo tenía. Pero sucedió con ella lo que con toda afición mal reprimida; de idea pasajera pasó a idea fija, y no cortado el mal en su principio, debía llegar a ser una pasión devoradora de mudar de sitio; pasión que indudablemente me hubiera llevado al sepulcro, como todas las pasiones vehementes, a no verse satisfecha.

 Felizmente el mundo es grande, mucho más grande que yo, y es de esperar por mi fortuna que sea todavía más grande que mi pasión de amovilidad. ¿Qué hago yo en Madrid -exclamé una mañana, después de haberle rodado en todas direcciones-, en este Madrid, tan limitado como todas nuestras cosas, en el cual no puede uno echarse a la calle un día con ánimo de andar sin encontrarse a los cuatro pasos con la puerta de Atocha o la de Alcalá, con el campo de los Moros o la Pradera de los Guardias? ¿En este Madrid, que sólo se puede comparar en eso con nuestra libertad, dentro de la cual no puede uno aventurarse a moverse sin tropezar con una traba? ¿Qué hago en Madrid?, me dije. Primero es preciso saber si hay alguien que haga algo en Madrid. Todo es chico en Madrid: no quepo en el teatro; no quepo en el café; no quepo en los empleos; todo está lleno; todo obstruido, refugiado, escondido, empotrado en un rincón de la Revista Española... J’étouffe. ¡Fuera, pues, de Madrid!

No bien lo había dicho, un mozo llevaba ya debajo del brazo el equipaje de Fígaro, más ligero que unas poesías fugitivas. Un lente para observar a los hombres, recado de escribir para bosquejarlos, y mi buen o mal humor para reírme de los más de ellos. Omnia mea mecum porto.

El carruaje marchaba lentamente; sin embargo, no era carruaje del Gobierno, y tardé en perder de vista el delicioso empedrado, las desiguales cúpulas de los numerosos conventos, que, semejantes al espectro descrito por Virgilio, hunden su planta en los abismos y esconden su cabeza en las nubes, ocupándolo todo. De cuando en cuando volvía la cabeza a mirar atrás, no como Héctor hacia su Andrómaca, sino que me parecía oír todavía fuera de puertas el ruido de los abogados y poetas del café del Príncipe; resonaba en mis oídos la canturia monótona de nuestros actores cómicos; oía las silbas dadas a nuestros ingenios clásicos y románticos; perseguíame la deuda interior como un remordimiento; sin embargo, yo no la había arreglado; las reformas eran las únicas que no me perseguían: ellas debían de ser sin duda las perseguidas.

El ruido se iba por fin apagando, y Castilla entre tanto desarrollaba a mi vista el árido mapa de su desierto arenal, como una infeliz mendiga despliega a los ojos del pasajero su falda raída y agujereada en ademán de pedirle con qué cubrir sus macilentas y desnudas carnes. Un gemido sordo, pero prolongado, había sustituido al ruidoso murmullo de la ciudad populosa: era la Contribución que resonaba por el yermo. «Felicidad», decía el segundo con acento irónico, para el que sabía oírle; «miseria», decía el primero con acento de verdad y de desesperación.

No eran ciertamente los pueblos los que podían estorbarme en el camino;  viajando por España se cree uno a cada momento la paloma de Noé, que sale a ver si está habitable el país; y el carruaje vaga solo, como el arca, en la inmensa extensión del más desnudo horizonte. Ni habitaciones, ni pueblos. ¿Dónde está la España?

Tres días rodamos por el vacío; hacia el fin del cuarto una explanada sin límites se desenvolvió a mis ojos, y se dibujaban en el fondo pálido de un cielo nebuloso los confusos y altísimos vestigios de una magnífica población. ¿Hay hombres por fin allí?, me pregunté. No; los ha habido. Eran las ruinas de la antigua Emerita Augusta.

La humilde Mérida, semejante a las aves nocturnas, hace su habitación en las altas ruinas. Es un hijo raquítico que apenas alienta, cobijado por la rica faldamenta de una matrona decrépita. Es un niño dormido en brazos de un gigante.

Mérida es indudablemente una de las poblaciones, mejor diremos, uno de los recuerdos más antiguos de nuestra España. Sus fundadores eligieron un terreno fértil, un clima productor y un río cuyas aguas, pérfidamente mansas como la sonrisa de una mujer, debían regar una campiña deleitosa. Convencidos de las ventajas de su posición, los dominadores del mundo la llevaron al más alto grado de esplendor, y es fama conservada por los más de nuestros autores que ha tenido un millón de habitantes. Erigida en colonia romana, y gozando de todos los fueros e inmunidades de tal, fue la segunda ciudad del Imperio y el sitio del descanso a que aspiraban altos funcionarios y guerreros cansados del aplauso de la victoria.

La caída del Imperio, las irrupciones de los vándalos y de los godos, la dominación de árabes, han pasado como un trillo sobre la frente de Mérida, y no han sido bastantes a allanar y nivelar su suelo, incrustado de colosales bellezas romanas. Las habitaciones han desaparecido carcomidas por el tiempo; pero las altas ruinas al desplomarse han desigualado la llanura, y han formado, reducidas a polvo, un segundo suelo artificial y enteramente humano sobre el suelo primitivo de la naturaleza. Se puede asegurar que no hay una piedra en Mérida que no haya formado parte de una habitación romana; nada más común que ver en una pared de una choza del siglo XIX un fragmento de mármol o de piedra, labrado, de un palacio del siglo I. Zaguanes hemos visto empedrados con lápidas y losas sepulcrales, y un labrador, creyendo pisar la tierra, huella todos los días con su rústica suela el «aquí yace» de un procónsul, o la advocación de un dios. Trozos de jaspe de un trabajo verdaderamente romano no tienen aquí otro museo que una cuadra, y sirven de pesebre al bruto que acaban de desuncir del arado. Diariamente el azadón de un extremeño tropieza en su camino con los manes de un héroe, y es común allí el hallazgo de una urna cineraria, o de un tesoro numismático, coetáneo de los emperadores. Lo que es más asombroso, gran número de cosecheros se sirven aún en sus bodegas de las mismas tinajas romanas, que se conservan empotradas en sus suelos, y cuyo barro duradero, impuesto de tres capas diferentes superpuestas y admirablemente unidas, parece desafiar todavía el tiempo por más siglos de los que lleva vividos. Las vasijas mismas que se construyen en el país tienen una forma elegante, y participan de un carácter respetable de antigüedad que difícilmente puede ocultarse a la perspicacia de un arqueólogo.

Una vez en Mérida, y rodeado de ruinas, la imaginación cree percibir el ruido de la gran ciudad, el son confuso de las armas, el «hervir vividor» de la inmensa población romana. ¡Error! Un silencio sepulcral y respetuoso no es interrumpido siquiera por el «aquí fue» del hombre reflexivo y meditador.


 Segundo artículo

Mi primer cuidado en Mérida fue hacerme con un cicerone; pero no ofreciéndome alicientes la entrevista con ningún literato del país, ni queriendo que me contase ningún pedante lo que acaso sabría yo mejor que él, después de haber buscado inútilmente en aquel museo del tiempo alguna historia de las antigüedades o de la misma ciudad, sólo traté de sorprender la tradición popular en su curso, y atúveme a un extremeño que se me presentó como el hombre más instruido del común del pueblo acerca de las bellezas de Mérida, y que haría por tanto oficio de enseñarlas.

Mi cicerone era una verdadera ruina, no tan bien conservada como las romanas; sus piernas se plegaban en arco, como si el peso de la cabeza hubiese sido por mucho tiempo oneroso a la base del edificio; sus brazos pendían también como dos arcos laterales cuyo pie hubiesen carcomido dos ramales de un río, que hubiesen lamido por muchos años los costados del hombre. La cara hubiera dado lugar a las más graves investigaciones de una academia: semejante a una moneda largo tiempo enterrada, y tomada a trechos del orín y de la tierra, sus facciones estaban medio borradas, y ora parecían letras en estilo lapidario, ora vistas a otra luz semejaban algo un rostro humano maltratado por la intemperie o la incuria de sus guardianes. La fecha no se conocía, y aquel fragmento podía ser de varias épocas. Su desigual cabello, blandamente meneado por el viento, remedaba esa hierbecilla que por entre cornisas y coronamiento de una torre antigua hace nacer la humedad; sus dientes eran almenados, y la posición inclinada del cuerpo todo, fuera al parecer del centro de gravedad, le hacía parecer una pared que comienza a cuartearse, cuyas grietas hubiesen sido la boca y los ojos, y me trajo a la memoria la célebre torre de Pisa.

Tal se me representó a mí al menos mi cicerone, tal me pintaba mi imaginación cuanto en Mérida veía.

-¿De qué año es usted, buen hombre? -no pude menos de preguntarle.
-Tres duros y medio, señor -me contestó, en estilo monetario, queriéndome decir que tenía tantos años como reales aquellas medallas.
-¡Pardiez!, no le hubiera creído tan del día. ¿Y usted es el que suele enseñar a los viajeros las otras ruinas de esta ciudad?
-Sí, señor... estoy algo enterado...
-¿Y vienen muchos viajeros?...
-Extranjeros, sí, señor. Ingleses sobre todo, y se han solido llevar algunas cosas. Pintan ahí, y dibujan, y escriben, y qué sé yo... nos muelen a preguntas... parecen locos los ingleses. Pero españoles, señor, pocos; los más pasan sin preguntar; como no vengan de estancia al pueblo...
-Mérida ha sido gran ciudad -interrumpí al hombre de la tradición, poniéndonos en camino para recorrer las antigüedades, y siguiendo yo a la que me servía de guía.
-¡Oh! Sí, señor. La historia dice que tenía ochenta puertas, y que cada puerta estaba guardada por cuatrocientos soldados de a pie y ciento de caballería; tenía cuatro palacios magníficos en los cuatro ángulos, que eran de cuatro príncipes muy ricos.
-¿Y estas ruinas son muy antiguas?
-¡Vaya!
-¿De los romanos todas?
-¡Qué! Más antiguas, señor, mucho más; de los moros, y de los godos, y de los... qué sé yo de cuánta casta de gentes... mucho antes que los romanos.
-¡Hola! Perfectamente.

En esto llegábamos al puente, verdadera obra romana; colocado sobre uno de los puntos en que presenta el río mayor latitud, más de sesenta ojos espaciosos le dan una longitud que se pierde de vista; él solo es una historia de las dominaciones que han pasado por nuestro suelo; sólo las dos cabezas, en una extensión regular, se conservan puras e intactas; remendado lo demás a trechos, ora por los godos, ora por los árabes, la distinta forma de los espolones, el color de la piedra y su diversa labor revelan las fechas de las composturas; la más moderna es la mayor, y se hizo a costa de los tributos rendidos por los pueblos de cincuenta leguas a la redonda. Nuestras pobres piedras, unidas con hierros y argamasa, declaran toda la debilidad de nuestros medios, al lado de los pedruscos romanos, cuya única trabazón consiste en su colocación, y que durarán todavía más que las nuestras.

Perdíase mi fantasía en la investigación de los tiempos; romano ya enteramente, figurábaseme ver el dios tutelar del río, que, levantando la espalda colosal, repelía indignado la mísera traba que la moderna arquitectura osaba enlazar a la antigua sobre sus ondas, cuando la voz de mi cicerone, semejante a un aire colado, me sacó de mi estupor, y volviéndome hacia un nicho de ladrillo levantado sobre el trozo más romano del puente, en el cual se divisaba una pequeña e informe efigie de yeso, me dijo:

-Este, señor, es San Antonio.

-¡Muy poderosa es una religión -exclamé, cayendo de más alto que la catarata del Niágara- que ha podido colocar esa efigie de yeso sobre este puente romano! ¡El agua se ha llevado los dioses; sus piedras han durado más que ellos; y nuestro yeso dura más que ellos y sus piedras!

Dos acueductos magníficos enriquecían de aguas a Mérida; otro moderno parece elevado entre los antiguos como una parodia de piedra, como una insolencia, como un insulto y una befa hecha al poder caído; sin embargo, las ruinas son las triunfantes; arcos colosales y gigantes asombran la vista; allí todo es obra del hombre que ha hecho hasta la piedra; no son ya trozos cortados de una cantería: el hombre ha cogido la tierra y el guijo, lo ha amasado entre sus manos como harina y ha hecho una mole indestructible, una argamasa compacta, a la cual el tiempo ha dado la última mano, prestándole al mismo tiempo color, y sobre la cual salta en pedazos el pico de hierro: el poder del hombre se estrella en su propia obra.

Uno de los dos acueductos romanos parecía no tener otro objeto que formar un gran depósito de aguas destinado a una naumaquia, gran diversión de un pueblo para quien era sólo obra del deseo el crear un mar en medio de la tierra.

-Éste es -me dijo gravemente mi cicerone al llegar a la naumaquia, casi terraplenada por el tiempo-, éste es el baño de los moros.

-Gracias, buen hombre -le respondí lleno de agradecimiento-. ¿Y como cuántos moros cabrían en este baño? -le pregunté.

-¡Huy! ¡Figúrese usted! -me dijo con aire de respeto y voz solemne, como aterrado del número de los moros y de la capacidad del baño.

El trozo mejor conservado es el circo; las ruinas han desigualado el terreno sin embargo, elevándolo sobre su antiguo nivel hasta el punto de enterrar varias de las puertas que le daban entrada; pero se distinguen todavía enteras muchas de las divisiones destinadas a las fieras y a los reos y atletas; la gradería, perfectamente buena a trechos, parece acabarse de desocupar, y cree uno oír el crujido de las clámides y las togas barriendo los escalones.

-Ésta era -me dijo mi cicerone- la plaza de los toros; por allí salía el toro -me añadió, indicándome una puerta medio terraplenada- y por aquí -concluyó en voz baja y misteriosa, enseñándome la jaula de una fiera- entraban el viático cuando el toro hería a alguno de muerte.

Una ruidosa carcajada que no fui dueño de contener resonó por el ancho y destrozado circo, y pasamos a ver el anfiteatro, peor conservado, el hipódromo, apenas reconocible por la meta, y de allí nos dirigimos hacia la vía romana, vulgo en el país calzada romana; aquí es tradición que debe de haber muchos sepulcros: se han hallado efectivamente algunos. Sabida es la costumbre de los romanos de colocar los sepulcros a orillas de los caminos, por la cual ellos solían en sus epitafios dirigir la palabra a los pasajeros.

Nosotros, al heredar las frases hechas y las locuciones enteras de su lenguaje, sin heredar sus costumbres, hemos tenido que hacer metafóricas sus expresiones propias; así, cuando hablamos de las cenizas de un muerto, que nosotros no quemamos, y cuando en un epitafio apostrofamos a un viajero que no ha de ver a orillas del camino nuestro sepulcro, cometemos según los hablistas una belleza, llamada figura retórica, y según mi entender una tontería, que pudiera llamarse decir una cosa por otra.

A la parte opuesta de Mérida suélense encontrar sepulcros de niños, a juzgar por sus dimensiones.

El arco de Trajano, colocado en el centro de la actual población, está en buen estado, y lo que me asombró fue encontrar en dos nichos laterales de su parte interior dos estatuas de mármol blanco, de un trabajo acabado y del gusto griego más puro; considerablemente maltratadas, en verdad, pero muy capaces de lucir como dos trozos antiguos de primer orden; y digo que esto me asombró por dos razones: primera, porque en Madrid creo haber visto un museo de escultura extraordinariamente pobre; segunda, porque la posteridad de los romanos se divierte en acabar de desmoronar a pedradas la obra de algún Fidias del Imperio.

A un tiro de bala de Mérida existe una capilla dedicada a Santa Olalla, patrona de la que fue colonia romana, llamada «el hornillo de la Santa», por haber sido martirizada allí; está construida con fragmentos de un templo de Marte; el viajero no se cansa de admirar los relieves, los trozos de columnas; aquel pequeño monumento se me representaba un hombre de una estatura colosal, a quien el tiempo y los achaques hubiesen encorvado y reducido a la altura de un enano. Dentro se ve o se adivina la efigie de Santa Olalla, y en la portada de la ermita se lee en letras gruesas la inscripción siguiente:
MARTI SACRUM
VETILLA PACULLI

La idea que este contraste presenta imagínela el lector; estas letras parecen haber sido de bronce, pero habiendo saltado el metal, sólo ha quedado el hueco de ellas, y éste hace el mismo efecto que el cóncavo vacío de los ojos en una calavera.

En la ciudad hay otros restos de igual importancia; entre ellos es de citar la casa del conde de los Corvos, construida de moderno ladrillo y cal, entre los huecos que han dejado las magníficas y desmesuradamente altas columnas de un templo de Diana, de pie todavía y empotradas en ella; el conjunto presenta la diforme idea de un vivo atado a un cadáver: aquella suma de dos épocas tan encontradas forma un verdadero matrimonio, en que los consortes parecen estar riñendo continuamente.

El conventual es otra ruina, pero más moderna; colocado a la cabeza del puente, ofrece el aspecto de un edificio grandioso, y sus murallas siguen largo trecho la dirección del río; parece haber sido una fortaleza gótica; posteriormente perteneció a los templarios, y se arruinó en poder de los caballeros de Santiago.

Sobre una alta columna romana, que se levanta en medio de una plaza, domina una efigie de Santa Olalla mirando al Oriente. Al llegar aquí y concluir nuestro paseo, se acercó a mí mi cicerone y me dijo con notable fervor:

-Repare usted, señor; ésta es otra vez Santa Olalla; yo no me acuerdo qué año hubo en Mérida una peste muy mortífera; la Santa miraba entonces a Poniente; hiciéronle grandes rogativas, y una mañana amaneció vuelta al Oriente y cesó la peste; desde entonces mira a esa parte, y ya no se teme la peste en Mérida.

Efectivamente, parece que desde entonces no ha vuelto ningún azote de esa especie a afligir a la antigua colonia romana, si se exceptúa el cólera, y ése, todo el mundo sabe que no es peste, con lo cual queda en pie la tradición, y la santa siempre vuelta.

No concluiré este artículo, por largo que sea ya, sin hacer mención del último descubrimiento que ha llamado la atención de los meridenses, si se puede hablar así de unos hombres que viven entre sus ruinas tan ignorantes de ellas como los búhos y vencejos que en su compañía las habitan.
 
Cavando un labrador su corral, encontró recientemente debajo de su miserable casa el pavimento de una habitación, indudablemente romana, hecho de un precioso mosaico, en el cual asombra tanto la obra de la apariencia como el lujo que revela. Piedrecitas iguales de media pulgada de diámetro, y de colores hábilmente combinados, forman figuras simbólicas, cuya inteligencia no es fácil; algunas tienen un carácter egipcio, lo cual puede hacer sospechar si habrá pertenecido la casa a algún sacerdote o arúspice; a la cabeza de la pieza se descubre, pero no se descifra, una inscripción en letras latinas y a los dos lados parece prolongarse el precioso mosaico a otras habitaciones no descubiertas todavía.

 Mosaico aparecido en Mérida. Fuente: Biclioteca Virtual Miguel de Cervantes

La autoridad de Mérida parece haber dado parte convenientemente al Gobierno, pero no habiéndose dispuesto nada todavía, el dueño de la casa reclama que se le deje usar de su terreno como mejor le convenga, o que se le compre; en el ínterin, no habiendo fondos destinados a continuar esta importante excavación, y habiendo quedado a la intemperie el pavimento descubierto hasta la presente, el polvo, el agua llovediza y el desmoronamiento de la tierra circunstante echan a perder diariamente el peregrino hallazgo, lleno ya de quebraduras y lagunas; sin embargo, bastaría una cantidad muy pequeña para construir un cobertizo y comprar la choza, ya que no fuese para continuar la excavación.

Mérida, la antigua Emerita-Augusta, posesora de tantos tesoros numismáticos, olvidada de ellos y olvidada ella misma, es en el día una población de cortísima importancia; puéblanla apenas mil vecinos, y de su grandeza pasada sólo le quedan suntuosas ruinas y orgullosos recuerdos. Después de haber saludado a las unas con supersticioso respeto, y de haber enlazado los otros con vanidad al nombre español que llevo, proseguí mi viaje, lleno de aquella impresión sublime y melancólica que deja en el ánimo por largo espacio la contemplación filosófica de las grandezas humanas, y de la nada de que salieron, para volver a entrar en ella más tarde o más temprano.


No hay comentarios:

Publicar un comentario