domingo, 1 de junio de 2014

1859. MONUMENTOS ROMANOS EN MÉRIDA. EL MUSEO UNIVERSAL.

Transcribimos en esta entrada el texto e imágenes publicados sobre los monumentos de Mérida el 15 de febrero de 1859 en el periódico El Museo Universal, revista madrileña que se publicó en el periodo 1857 - 1869 y que fue testigo de los acontecimientos políticos, sociales científicos y culturales de esta época. En ella colaboraron periodistas y escritores prestigiosos como Ventura Ruiz Aguilera, Pedro Antonio de Alarcón o Gustavo Adolfo Bécquer, en el contexto de una sociedad anclada en el romanticismo pero  en el que irrumpía una incipiente revolución industrial. Junto a los artículos se publicaban ilustraciones de los más prestigiosos grabadores de la época. El artículo fue escrito por Manuel Murguía, historiador, escritor y destacado impulsor del rexurdimiento gallego (1833 - 1923).
 

Octavio Augusto, el divo emperador, el dulce padre de las Musas, el amigo de Virgilio, acababa de sujetar la última provincia que faltaba para que la península ibérica entrase bajo el dominio de Roma, la señora del mundo.

¡El templo de Juno se cerraba, la paz estaba en el mundo!...

El divo césar saludaba esta era de felicidad, fundando una ciudad con que recompensar a sus veteranos; esta ciudad debía ser colonia romana, debía tener las mismas libertades que los ciudadanos de Roma, debía, en fin, llevar el nombre augusto del césar que echaba sus cimientos.

Los cántabros estaban vencidos, el arco de triunfo que había de perpetuar en los siglos venideros la memoria de este hecho, era el de una poderosa ciudad, en que el arte y la civilización romana se escediesen a sí mismos.

Hoy no queda de ellos mas que ruinas, tristes, abandonadas, que testifican el pasado esplendor y grandeza de una sociedad que ha desaparecido, pero que llena aún el mundo con sus recuerdos.

Orillas del Guadiana, en medio de una población indígena como sostiene el erudito P. Florez, se levantaron aquellas soberbias murallas, cuyas ruinas son todavía el pasmo de cuantos las visitan, y en donde, como en Babilonia, los jardines se alzaban sobre ellas, hermoso tocado de tan gran dama. No es nuestro ánimo, ni esta ocasión tampoco, hablar de las diversas opiniones que los historiadores hacen valer como innegables, apoyandose en sabias etimologías, acerca de su primitiva población, griega, fenicia, y aun hija de los primeros pobladores, según cada uno ama más a Grecia, a los fenicios o a los descendientes de Tubal.

Lo cierto es que Mérida poblada por los veteranos del césar, es la ciudad de los acueductos, de las vías militares, de los circos, de los suntuosos templos; el convento jurídico más poderoso de la península, la Emerita Augusta que encerraba dentro de sus grandiosas murallas, toda la vida, toda la civilización, todos los monumentos, todo el lujo, en fin, que la molicie romana había llevado con sus águilas vencedoras a los mas opuestos confines de la tierra.

Emerita Augusta era la Roma de la Iberia.

Las ruinas que el tiempo no pudo sepultar en el olvido, esas ruinas que quedan aún de la que un día fue tanto, vano girón que los hados enemigos respetaron, arista que no consumió el fuego de la destrucción de los hombres, atestiguan su pasada grandeza, su poderío, su hermosura de otros días.

El viajero que recorre aquellos campos abrasados por un sol de verano que hace estéril la débil corriente del Guadiana, el que ve brotar bajo el arado del campesino los trozos de columnas estriadas, los bajo-relieves que la tierra cubre como para ocultarnos un tesoro, las estatuas, las lápidas, toda una vida, toda una civilización pasada; el que va desde el acueducto a la naumaquia en que se celebraban los combates navales, desde el circo hasta el templo de Diana, desde el anfiteatro al arco de Trajano, siente llenarse su alma de una dulce melancolía, le deja que se remonte a los siglos pasados y levantando los arruinados templos, las murallas que encerraban un terreno de seis leguas de circuito, los castillos, los circos, todas las ruinas en fin, que cubre aquella tierra, y haciendo salir de sus tumbas los antiguos ciudadanos, con sus togas, sus clámides, sus cuadrigas, está seguro de haber vivido en el seno de otra generación y otras grandezas.

Ha respirado el aura serena que parece vagar todavía sobre los hermosos versos de Virgilio, el cantor de Roma.

Ha oido la lengua del Lacio, resonar cadenciosa y melódica, en torno suya; ha visto al edil cruzar el círculo del anfiteatro, y a la multitud ansiiosa llenar la ancha gradería y agolparse al podio, y subir con los libertos y los esclavos a los cunei, último término de aquella escala social que tan injusta hacia la libertad de la república romana.

Aquel suelo caldeado por el sol de Mediodia, abriga como semillas estériles, bajo la yerba y el amarillo jaramago de que nos habla el poeta, el germen de vida que le animó en otro tiempo. La moderna Emerita Augusta, lo mismo que Herculano, guarda bajo la tierra, apenas removida por el arado, los restos de aquella generación que ha pasado sobre ell, y legado a los siglos, como un recuerdo, esas ruinas más eternas que el tiempo, que la destructora mano del hombre no pudo esparcir por el suelo: pobres cenizas del gran coloso que todavía no han sido aventadas, restos insepultos que atestiguan la grandeza de su dueño, eco poderoso que repite en confuso la paabra querida de un numeroso pueblo.

Cuando se recorren los alrededores de Mérida, cuando se visitan las ruinas en que nuestra tan rica, entonces se comprende, cómo la antigua ciuda encerraba dentro de sus muros una población tan numerosa, que tenía ochenta mil infantes y diez mil caballos de guarnición: entonces se comprende como en sus murallas se levantaban tres mil quinientas torres, cómo le servían de entrada ochenta y cuatro puertas y cómo sus monumentos, si no en número a los menos en granndeza igualaban a los de Roma.

Pero de estos últimos apenas queda otra cosa que un liviano recuerdo; cuando más, envejecidas ruinas, cuyas rotas columnas, cuyos arcos desmoronados, cuyas gastadas inscripciones, apenas bastan al viajero para saber que allí fue donde tuvo asiento la capital de la antigua Lusitania.

Dejemos para otra ocasión el hablar del circo, del anfiteatro y de la naumaquia, esos tres edificios públicos, levantados para servir a los colonos de la gran metrópoli; olvidémosnos del arco triunfal erigido en honor de Trajano, del templo de Marte, en donde tal vez los veteranos de Augusto, los primeros pobladores de Emerita, sacrificaron al dios de la guerra para que les fuese propicio en su patria adoptiva, dejemos todo para hablar del acueducto, cuyas ruinas nos atestiguan su pasada fortuna, y del templo de Diana, esa diosa cazadora, hermosa como el primer albor de la mañana y pura como él, bajo cuyo techo, las jovenes campesinas habían ofrecido a la divinidad protectora de la gran ciudad, el cervatillo blanco como la nieve, y que aún la víspera despuntaba las yerbas humedecidas por el rocio de la aurora en las cumbres cercanas.

De cuantos monumentos el genio poderoso del romano levantó sobre la tierra que aún temblaba bajo el peso de sus victorioasas legiones, ninguno indica tan perfectamente el grado de esplendor a que había llegado como el acueducto.

Esas inmensas moles e interminables hileras de arcos que unían casi siempre la sierra con el valle, el valle con la hondonada, esas triples y cuádruples órdenes de arcadas por donde pasaba cristalina, brillante, pura, el agua que había de llenar las fuentes públicas de las ciudades, ese costoso método que sólo pudo inventarlo un pueblo que a todo se atrevía, y que sólo la ciencia moderna, ese otro tirano a quien todo es posible, hizo inútil; esas obras gigantescas en fin, que en casi todos los sitios en donde se levantaron parecen desafiar al poder del tiempo y de los hombres, son demasiado notables para que nosotros no consignemos aquí un recuerdo a su grandeza.

No fue solamente el acueducto que venía desde la Albuera hasta Mérida, y al cual pertenecen las ruinas, cuya vista publicamos, el que estaba destinado a proveer de agua a la ciudad augusta, otros más venían desde los manantiales cercanos, y completaban la gran obra de los engrandecedores de Emerita.

Todos ellos morían al pié de aquellos muros cuya grandeza indican hoy las miserables ruinas que restan de tan portentosas obras.

Pero el mayor de todos, el más suntuoso, el único que sobrevivió al cataclismo de los tiempos, que rompió todo como a débiles tallos que troncha el huracán, es el del que vamos a tratar en este artículo.

Nada se conserva de él más que las pequeñas ruinas, cuya vista publicamos; sus arcos elevados, rotos, mordidos por el viento húmedo de las montañass vecinas, cubiertos de plantas trepadoras, solitarios, azotados por todas las tempestades, son los que hablan del hombre de de hoy, de las generaciones de cuyo polvo vive. Esos olvidados arcos, levantados por un pueblo conquistador sobre un suelo conquistado, vieron pasar y pasar como mudas visiones, otros pueblos y otros conquistadores. Bajo sus arcos, el godo hizo resonar su palabra germánica, y el arabe vino a levantar a su lado la tienda que debía bañar con sus rayos abrasados el sol del desierto.

Allá lejos, en donde el agua desciende de todos los manantiales y arroyos de las cercanas colinas, que  rodean la laguna de la Albuera y se precipita bullente y sonora sobre aquella superficie, en cuya orilla ha tenido en otros tiempos principio la obra gigantesca de que venimos hablando, se conservan todavía los vestigios de tan portentosa fábrica.

Para que el agua de esta laguna, distante una legua de esta ciudad, pudiese ser aprovechada, fue preciso encañarla y sobre altos y poderosos arcos hacerla atravesar el río Albarregas que corre en una hondonada. Fue entonces, cuando se pensó en levantar el hermoso acuerducto, el único del que queda un recuerdo vivo, en los escasos restos que se conocen en el pais con el nombre de los milagros, nombre con que el pueblo apresó sencillamente su admiración hacia tan grande obra.

Efectivamente llegó un día en que los ciudadanos de Emerita Augusta, sintieron palpitar bajo el suelo de la ciudad, el agua bullente de la Albuera, y en que al vivo rayo del sol que ilumina aquellas campiñas vieron asomar como un enorme reptil el acueducto que venía a tenderse al pié de los muros que ceñían la ciudad de Augusto.

Cuál fuese entonces lo suntuoso de su fábrica, puede verse por los pobres restos que de ella quedan, pequeños anillos del gran reptil que cada generación fue quebrantando a su paso por la tierra.

Según Moreno de Vargas, historiados de Mérida, tienen los arcos que se conservan hoy, muy cerca de treinta y dos varas, como lo confirma Ponz en su Viaje de España, siendo su construcción de piedra de grano y ladrillo. "La materia de estos edificios - habla de los acueductos - los más célebres, según el dictámen del maestro Esquivel, referido por Ambrosio de Morales, de cuantos los romanos hicieron en España, en un fortísimo argamasón, cubierto en lo exterior con hiladas de ladrillo cocido y de cantería almohadillada, cuyas piedras son de un tamaño prodigioso."

En tiempo del citado Moreno de Vargas, se conservaba todavía, aunque en estado de ruina la caja o depósito en donde se encerraba el agua para repartirla después a los molinos que había dentro de la ciudad, pues los romanos quisieron dar una muestra de su grandeza haciendo que las aguas de la Albuera que servían para dar movimiento a los molinos que surtían de harina a Mérida, viniesen a esta y moliesen el trigo de la misma ciudad, evitando de este modo la trabajosa necesidad a que se veian obligados los vecinos, de ir hasta la cercana laguna por las harinas que necesitaban para el consumo diario de la población. 

Descúbrense aún las cañerías, todas ellas espaciosas y a propósito para el objeto que se las destinaba, tanto, que según el testimonio de Ponz, tienen tres piés de ancho y aún más de alto, indicando esto que la opinión de Moreno Vargas es fundada cuando escribe "Ansimismo el residuo desta agua servía para batanes tintoreros y zurradores, porque del mismo acueducto se conoce era tan copiosa que había para todo esto y para regar sus jardines".

De todos los monumentos que encerraba Emerita Augusta, ningunos tan interesantes para concoer el grado de esplendor a que había llegado, como esa variedad de acueductos, de que sólo queda su memoria, y que demuestran claramente cuáles eran las necesidades del individuo y de la industria en aquella ciudad.

El de que venimos hablando, estaba destinado, como se deja conocer por lo que del hemos dicho, al servicio de la industria, y de su grandeza se deduce lo grande que debía ser aquella cuando los emperadores, que contribuían con su acostumbrada munificiencia a todo lo que era aumentar el esplendor de la antigua colonia, no olvidaron al tiempo que levantaban arcos de triunfo y circos y templos y puentes y columnas, de dotarla de esos otros monumentos que si bien no servían para conmemorar ningún hecho próspero para el imperio y el poder de Roma, eran necesarios sin embargo para el buen servicio de la población y para su verdadera prosperidad y regalo.

Hemos dicho, y así lo aseguró el inglés Jhon Villampson en 1752, año en que visito a Mérida, que bajo el suelo de esta ciudad estaba oculto el Herculano de España.

Esta verdad se comprende mejor cuando se visitan los alrededores de la vieja Emerita Augusta.

Inscripciones, estatuas, columnas, todo indica el pasado esplendor de la colonia fundada por Augusto, pero dentro de la ciudad de hoy, en aquellos sitios donde se descubren todavía los restos de los diversos templos dedicados a las risueñas divinidades de la mitologiía, es donde se echa de ver mejor que en parte alguna lo rica que ha sido en monumentos de esta clase, la que fue tenida como una de las más florecientes y magníficas ciudades del imperio romano.

Puede el lector juzzgar de su hermosura, examinando los pobres restos del templo de Diana, cuya vista acompaña a este artículo, y que existen hoy en el triste estado en que esta les representa.


Diana, esa sonriente deidad del Olimpo que inspiró a los estatuarios griegos, los primeros estatuarios del mundo, y que tomó la forma más pura y risueña de cuantas brotaron de la mano del hombre bajo el cielo del Adriático, Diana la casta, la diosa de los bosques y de las florestas, la que desde su carro tirado por ciervos blancos, vió pasar a Endimion, y concibió por él aquel amor inmortal que es el único amor puro e ideal que nos presenta la mitología griega, esa diosa que era adorada en la luna, pálido astro y melancólico que reuna en la noche, tuvo también su templo suntuosas en Emerita, y allí recibió las ofrendas de las jóvenes doncellas que venían a poner bajo su protección la castidad, ese perfume suave y delicado de las almas vírgenes.

Casi en medio de la ciudad y en sitio alto y preeminente, dice un historiador, fundaron los romanos un templo a Diana, que Guevara, el célebre obispo de Mondoñedo, asegura fue suntuoso.

Si es cierto lo que dice Vitrubio, que os romanos solían levantar en lo más elevado de las ciudads el templo del Dios bajo cuya protección se ponían, Diana debió ser la deidad protectora de Emerita Augusta.

La casa del conde de los Corvos está edificada entre una porción de columnas estriadas, de órden compuesto, pertenecientes al templo de que hablamos y cuyo solar ocupa la dicha casa.

Pertenece ese templo a los que Vitrubio llama Perípteros, por tener en el exterior de las cuatro alas o costados, columnas que le sostengan y decoren con aquella magnificencia propia del artes clásico. Compuestas dichas columnas de diferentes trozos de piedra berroqueña, se levantan a una altura de mas de cuarenta piés, y enseñan al viajero las hermosas hojas de acanto, que coronan las columnas del orden compuesto. Ponz dice que en su tiempo existían en pié diez y nueve columnas y que las piedras que quedan del basamento y del arquitrabe son grandísimas, respirando todo ello la grandiosidad de la obra en que sirvieron; pero hacen más palpable esta verdad las palabras de Moreno de Vargas, que escribe que en su tiempo se hallaron cerca del templo trozos de columnas estriadas, tal vez de las mismas que habían servido en otros días para la fábrica del templo, y estatuas de dioses, y de romanos con sus togas y vestidos de aquellos tiempos, columnas que levantó la ciudad para aprovecharlas en otros usos. La hija pródiga se vestía ya con los harapos de su madre.

"Mas yo me persuado mucho, dice el historiador de Mérida, deste edificio, fue el Septizonio de Roma que manfó edificiar el emperador Severo el año 202 según Flavio Destro, y aún imitación, o quizá por su mandado (pues hizo muchas obras en las provincias del imperio) los de Mérida labraron éste, el cual era un edificio ilustre como la lonja cuadrada con siete columnas de grande altor por cada banda. Así las tiene este de Mérida."

Estas son las escasas noticias que podemos dar de tan soberbias ruinas.

La incuria con que siempre se han mirado estas cosas en nuestra patria, y que hizo decir a uno de nuestros más jóvenes y distinguidos poetas, se mantienen por un exceso de terquedad, hace que estas preciosidades artísticas sean tan desconocidas en España como fuera de ellas. 

No será sin embargo porque los sabios y los anticuarios de nuestra nación, no hayan tratado de conservar de ella todo cuanto le era posible. D. Luis José Velázquez en 1758, D. Francisco Pérez Bayer en el año de 1782, y  D. José Cornide en 1804, han tomado lista de las principales ruinas que se hallan en Mérida, han hecho concienzudos dibujos y copias que nada dejan que desear al anticuario, pero desde entonces hasta hoy, nadie ha intentado proseguir aquellos trabajos y salvar de este modo su glorioso recuerdo del ingrato silencio del olvido.

La antigua Emerita conserva todavía grandiosos restos de su pasado esplendor con que atestiguar la grandeza de sus días de gloria. Las estatuas, las rotas columnas, los mosaicos, las lápidas, el templo de Marte, el de Júpiter, el de la Fortuna, y el que consagraon al dios Agusto su fundador, los circos, los anfiteatros, los arcos de triunfo y trofeos, todos esos monumentos que otra generación amontonó bajo aquel cielo que brilla un sol de mediodía, son bastantes a confirmar aquellas palabras que la admiración por tan grandes obras arrancó a un antiguo escritor.

 "E digo vos -exclama el moro Racis hablando de esta ciudad- que no ha home en el mundo que cumplidamente pueda contar las maravillas de Mérida."

Tenía razón. La antigua Emerita Augusta. una de las más grandes y más principales ciudades del imperio romano, conserva todavía restos insepultos con que poder atestiguar su pasada grandeza y su poderío de otros tiempos.

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