Debo indicar que en mi ciudad
natal, Mérida, tengo muchos lugares favoritos para escoger donde me siento
bien. No obstante he seleccionado un lugar de entre todos ellos, por los
recuerdos que me trae sobre todo de mi infancia y de mi adolescencia. Se trata
de La Iglesia del Convento de Santa
Clara, que ha sido durante muchos años sede del Museo Arqueológico de Mérida.
Edificio del museo visto
desde la Plaza de Santa Clara
Por Real Decreto en 1975 (año del
Bimilenario de la Ciudad) paso a denominarse Museo Nacional de Arte Romano. Más
tarde la mayoría de las piezas allí
expuestas pasaron a la nueva sede del
Museo Nacional de Arte Romano, inaugurado en 1986.
Como todos sabemos hoy día la
Iglesia del Convento de Santa Clara es la sede de la colección de las piezas de arte visigodo.
El Convento de Santa Clara fue
fundado en 1602 por Lope Sánchez de Triana, médico emeritense, si bien la
culminación de su obra no se llevó a efecto hasta la mitad del siglo XVII,
habiendo intervenido varios maestros a lo largo de este dilatado periodo. El
templo es una de las mejores obras del barroco clasicista o severo con que
cuenta Mérida, según apuntan los historiadores Yolanda Barroso y Francisco
Morgado en la Guía de Mérida escrita por ambos.
En 1838, en plena Desamortización
de Mendizábal, el Estado Español cedió la Iglesia de Santa Clara al
Ayuntamiento de Mérida para que allí se instalaran las piezas arqueológicas
encontradas en la ciudad. El Convento que se encontraba adosado a la Iglesia se
vendió a particulares.
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Vista general del
edificio por la zona de entrada
Mis recuerdos se remontan desde
mi más tierna infancia y luego a través de los años hasta que prácticamente se
construyó el nuevo museo. Mi padre José Álvarez Sáenz de Buruaga, arqueólogo,
fue director del Museo Arqueológico desde el final de la década de los 40 del
siglo pasado, hasta su jubilación en 1985. El hecho de que el tuviera allí su
despacho, hizo que yo desde niño frecuentase este lugar, primero con mi madre
Carmen Martínez Finch y más tarde solo o con mi hermano José María (Chema) y
algún que otro amigo.
Recuerdo que para acceder hasta
el despacho donde trabajaba habitualmente mi padre, era primero necesario atravesar una serie de
dependencias, cada una de las cuales
tenía una particularidad.
En primer lugar para entrar en el
edificio, como sucede hoy día, tenías que
atravesar parte del pequeño jardín. Era frecuente que en la puerta estuviera el
conserje, el cual junto con el director y la señora de la limpieza constituía
la plantilla del museo. A lo largo de los años conocí a varios conserjes todos
ellos muy entrañables. El más antiguo de todos, Antonio Salguero, había tenido
mucho contacto con D. José Ramón Mélida y con D. Maximiliano Macías, grandes
precursores como todos conocemos de la arqueología emeritense.
Una vez atravesada la puerta de entrada del edificio, se accedía a la conserjería, pequeña habitación dotada de un par de sillas elementales de madera, una estufa en invierno y de una pequeña mesa. Esta mesa, muy característica, especie de pequeña vitrina dotada de un cristal en su parte superior, donde se guardaban los talonarios de entradas, folletos y guías explicativas del museo y de la ciudad que estaban a la venta.
Después de saludar e intercambiar algún dialogo con el conserje, desde esta
habitación se accedía por otra puerta a la Nave Principal del museo, la cual
fue en otro tiempo la iglesia del Convento de Santa Clara.
Nave principal en la
actualidad (Colección Visigoda)
En ese preciso momento si se
articulaba alguna palabra, o simplemente al cerrar la puerta que habíamos
atravesado, se producía un eco y a la vez una reverberación del sonido como
consecuencia de los grandes espacios vacíos en altura; esto producía una
sensación de solemnidad, algo así a como cuando se entra en una catedral.
Una vez dentro de lo que fue la
iglesia del convento, si mirabas hacia
arriba podías ver como sucede ahora la cúpula
de la iglesia. También en ese momento se apreciaba una visión general de
las piezas allí expuestas. En el nivel donde nos encontrábamos al entrar
(antiguo altar mayor de la iglesia), se encontraba como esperándonos, postrado,
la escultura que representaba a la divinidad acuática de Océanos, figura encontrada en la zona de la Plaza de Toros junto con
otras esculturas dedicadas a Mitra. Hoy día se piensa que no se trata de Océanos, si no una representación
personificada del Rio Anas (Rio
Guadiana).
Bajando un par de escalones te
encontrabas con una gran cabeza de Toro (ménsula) la cual apareció en su día en la zona del Foro Municipal. Yo
personalmente siempre he dudado de que se trate de un toro, para mi más bien
parece un bisonte por su aspecto morfológico. A partir de allí una serie de
vitrinas en cuyo interior se exponían diferentes objetos de la vida cotidiana:
cerámica, piezas de hueso, vidrios, monedas, joyas, algunas terracotas y
pequeñas esculturitas representando a dioses o emperadores. También alguna
mascara de teatro, ajuares y lucernas. A mí me llamaba la atención una cascara
de huevo dentro de un recipiente de cerámica común, que al parecer fue cocido
en época romana y también la pequeña figura articulada de Tydides, especie de
sonajeros para los niños.
Si me paraba y miraba al fondo y a los lados desde el
centro de la nave, se podían ver la mayor parte de las esculturas. En el fondo
presidian la pared a un nivel algo más alto, las esculturas de Ceres,
Plutón (hoy día dicen los estudiosos que
puede tratarse del dios Serapis) y Proserpina junto con bustos de personajes con
traje militar sin cabeza, todas estas esculturas eran las originales que
estuvieron colocadas entre las columnas
de la escena del Teatro Romano. También en el fondo una escalera de siete u
ocho peldaños daba acceso en un nivel algo superior, a una gran sala dedicada
fundamentalmente a la vida funeraria y epigrafía de la época romana. En los
laterales de la nave principal se
exponían otras esculturas, destacando las encontradas referentes a Mitra en la zona de la Plaza de Toros. A mí
siempre me ha gustado mucho la figura femenina que representa a la diosa Isis,
siempre la he visto muy estilizada y elegante aunque le falta como a otras
muchas esculturas la cabeza.
Siguiendo nuestro recorrido hacia
el despacho, atravesabas una puerta situada a la izquierda, la cual daba acceso
a una sala de tamaño considerable, donde estaban expuestas todas las piezas
correspondientes a la Época Visigoda, destacando sobre todas ellas un altar de
piedra. Esta habitación daba a la Plaza de Santa Clara a través de una gran
ventana protegida por una fuerte reja. Por esta ventana entraba luz natural y
prácticamente no hacía falta luz artificial. Cerca de la ventana subía una escalera de noble mármol
blanco la cual nos llevaba directamente al despacho. Al subir esta escalera se
volvía a producir un de eco parecido al
descrito para la nave principal y al abrir la puerta del despacho situada al
final de la escalera retumbaba el sonido de forma similar. En más de una
ocasión siendo niño me caí por esta escalera con el consiguiente susto que se
llevaban mis padres.
Mi padre, José Álvarez
Sáenz de Buruaga sentado en su despacho. Año 1954
Por fin accedíamos al despacho
donde trabajaba mi padre. Curioso era que no podías llegar por sorpresa, pues
entre el sonido de la puerta y el chirriar del suelo de madera del despacho, resultaba prácticamente
imposible. Una vez había o habíamos saludado a mi padre, siempre nos llamaba la atención cuando éramos niños, una puerta de madera situada a media
altura en la pared frente a la mesa de despacho de mi padre y una escalera de
madera por debajo que permitía llegar hasta la misma. Esta puerta pequeña
siempre cerrada con dos cerrojos, daba acceso a una escalera situada detrás de
la misma y que era el único camino para poder acceder hasta la terraza, situada
esta por debajo de la torre de sección
cuadrada del edificio, la cual le da prácticamente toda la personalidad al
mismo desde el exterior, o sea desde la calle. A continuación otra escalera
metálica exterior permitía subir casi hasta la torre, pero nos daba miedo y no
solíamos alcanzar el ultimo escalón. En algunas ocasiones cuando mi padre nos
dejaba subir hasta la terraza, constituía una aventura en gran medida, por
que una vez en ella podíamos ver a las cigüeñas de cerca y a las palomas.
A veces sucedía que cuando
entrabas en el despacho no se encontraba en el mi padre, sobre todo en verano.
La razón no era otra que en la parte baja, dando al callejón que separa el
Hotel Mérida Palace y el museo había
unos almacenes y también unos aseos. Mi padre para pasar menos calor en verano
se refugiaba allí con el fin de poder
trabajar mejor, para lo cual disponía de un despacho muy rudimentario,
constituido por una mesa de madera plegable y su silla, similares ambos elementos a los que había antiguamente en algunos bares
y tabernas. Tampoco podía faltar un pequeño ventilador para la cara. Estos
almacenes también daban al Plaza de Santa Clara y la ventana estaba situada muy
cerca de la Cafetería del Restaurante
“El Lusi”.
Después de haber hecho un
recorrido por la mayor parte del edificio para poder llegar hasta el despacho,
o buscar a mi padre cuando no se encontraba en el mismo, ahora quiero reflejar
una serie de anécdotas que hacen que la Iglesia del Convento de Santa Clara sea
para mí un lugar especial. Algo más que lo que es hoy, sede de la Colección de
Arte Visigodo.
Dibujo de Sileno,
firmado por Carmen Martínez Finch, mi madre (años 40-S. XX)
Mis padres se conocieron en este
lugar y además de una manera muy bonita. En los años cuarenta del siglo pasado,
antes de contraer matrimonio ambos, y siendo ya mi padre director del Museo
Arqueológico, mi madre se dedicaba a dibujar y a pintar. Había cursado estudios
en la Escuela de Artes y Oficios de Mérida que, según tengo entendido, estaba
situada en la actual calle Marquesa de Pinares. Mi madre, para practicar, pidió permiso a mi padre para
dibujar las piezas que le gustaban del museo, fundamentalmente las esculturas
romanas. Cada día que ella dibujaba y coincidía que mi padre pasaba cerca, el
veía sus dibujos y poco a poco sin darse
cuenta acabaron enamorándose.
También es digno de destacar que
en un verano se desarrollaron obras de teatro clásicas en la Plaza de Santa
Clara (no he podido encontrar referencias sobre que año), creo que el motivo
estaba ligado a obras de restauración en el escenario del Teatro Romano, las
cuales impidieron temporalmente que las obras de teatro se representaran en el
Teatro Romano, como hubiera sido lo
habitual. Recuerdo como yo siendo un niño vi la representación de Antígona,
junto con mis padres, desde la gran ventana descrita anteriormente de la sala
visigoda. Por cierto, pase algo de miedo
esa noche cuando me movía por la nave principal casi a oscuras entre las
estatuas. Recuerdo que el escenario estaba delante de “El Lusi” por lo que estábamos muy cerca del
mismo.
Otra anécdota era contemplar
desde el museo por la ventana anterior, los puestos de melones y sandias del mercado que se
constituía anualmente en la Plaza de Santa Clara y aledaños. Los agricultores
dormían “in situ”, a la intemperie, y siempre disponían de unas mantas
para para protegerse del relente nocturno y mañanero. Estos personajes siempre
iban provistos de su romana clásica y permanecían en la Plaza de Santa Clara hasta
que vendían del todo sus productos.
Para mi hermano, algunos amigos
que nos acompañaban y yo, era muy típico en domingos y festivos (si no
estábamos en Proserpina), llamar a mi padre desde la terraza de “El Lusi” (situada en la Plaza de Santa Clara),
para que dejase por un rato el trabajo y se viniese a tomar una copa con
nosotros, a lo cual solía acudir gustosamente (mi padre no descansaba nunca los
fines de semana y festivos salvo en contadas ocasiones). Bueno, lo de tomar
copas se produjo ya cuando éramos más mayores. Como no había teléfonos móviles
alguno de nosotros se acercaba a la
ventana y lo llamaba.
Fotografía junto al
busto de mi padre en el jardín del museo
El día diez de Diciembre del año
1997, en homenaje póstumo a mi padre, se
colocó un busto suyo, obra del escultor local Eduardo, en el jardín del
Museo. El sitio elegido fue este debido a que una gran parte de su vida profesional la desempeño en este edificio, y el día muy
señalado, ya que se celebraba la festividad de Santa Eulalia y mi padre era muy
devoto de esta Santa.
Quiero que este modesto escrito
sirva de homenaje a mis padres y a todas aquellas personas que trabajaron en el
museo y a los que lo hacen hoy día.
Mérida a 10 de Mayo de 2014
Jesús Álvarez
Martínez
Hermoso relato, me has hecho viajar en el tiempo y en el espacio, haciendome imaginar como si yo hubiera estado ahi. Claudia Guerra
ResponderEliminarGenial Jesús. Aún me recuerdo, a mi abuelo, narrando la historia de cuando visitaba el Convento, convertido en Cine Ponce de León y viendo cine mudo.... de la Plaza de Santa Clara o plaza de los melones...jejejej, En verdad cuantas cosas se nos escapan y que bueno,bonito y barato, es recordar. A. Casado
ResponderEliminarMuy boniti tu relato me has tralasladado al pasado
ResponderEliminarMuy bonito Jesús, a mi también me has hecho recordar mi infancia y mi juventud, mi infancia porque iba al colegio de las josefinas, que bien sabes, se ubicaba en la calle Obispo y Arco, y jugábamos mucho en la plaza Sta Clara, y mi juventud, porque frecuentábamos mucho el Lusi y nos sentábamos mucho en su terraza a tomarnos la cervecita.
ResponderEliminarGracias por este bonito recuerdo.
Besos
El amigo de mis años juveniles, felizmente reencontrado, hace un retrato entrañable de relación paterna en un lugar de sensaciones y recuerdos de una Mérida de nuestros juegos, de nuestros sueños, de nuestros miedos, de nuestra libertad adolescente, en definitiva de nuetra vida. Felicidades "Cotete". Un saludo, Sebastián.
ResponderEliminarPrecioso. Cuanta dulzura y saber en tus palabras.
ResponderEliminarJesús, cuanto arte llevas dentro, compi leyendo parte de tus recuerdos he paseado con tigo por esas estancias y recordando como mi padre me contaba lo que en su día de trabajo habían descubierto, aunque solo era un peón disfrutaba de su trabajo y tu Jesus me has echo recordar. Me ha encantado leerlo. Gracias por enseñarme tu rincón.
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